Con la pandemia de COVID-19 estamos
sufriendo las consecuencias de una falta de reacción global y es muy probable
que también las suframos por el cambio climático.
Sucede en la primera
escena del cuarto capítulo de la serie Chernobyl. En ella, una anciana ordeña una vaca en su cabaña, cerca de
la central, días después del inicio del desastre nuclear. Un soldado, a las
puertas de su establo, le pide que le acompañe.
La mujer se niega y le
responde con un discurso sobre las decenas de años que ha sobrevivido en una
zona donde ha sufrido guerras y perdido familiares, que termina con: “¿Después
de todo lo que he visto, me estás diciendo que me vaya por algo que no puedo
ver en absoluto?”.
La pregunta hoy duele porque
estamos viendo lo que ocurre por no actuar ante cosas que no podemos ver, pero
de las que se nos ha avisado. Con la pandemia por el nuevo coronavirus estamos
sufriendo las consecuencias de nuestra falta de reacción y es muy probable que
las suframos más adelante por culpa de la crisis climática.
La
escena de Chernobyl me hizo recordar un discurso que
Greta Thunberg dio delante del Consejo Social, en Bruselas, el 16 de abril de
2019. Greta arrancó con “Quiero que entren en pánico porque la casa está en
llamas”.
Su
objetivo lo viralizo algo mejor segundos más tarde: “Quiero
que actúen como si la casa estuviera en llamas”. Y si tuvo que
recurrir a la metáfora es porque muy poca gente lo ve y menos gente todavía
actúa. Estamos tranquilos con la emergencia climática y
también lo estábamos como testigos en la distancia de la epidemia. ¿Qué falla
en nosotros?
En
el 50 aniversario del primer Día de la Tierra, tenemos claro que nuestro
mundo se está calentando. Lo sabemos porque podemos verlo en gráficas
consensuadas por toda la comunidad científica. Eso, lamentablemente, no significa
que vayamos a hacer algo.
El
problema es que ver esos datos no es ver el cambio climático.
Para hacer algo, ese dato debe cuadrar con la experiencia personal,
con nuestra propia evidencia. Nos es más fácil ver la casa en
llamas cuando realmente vemos la casa en llamas.
También
nos ha sido más fácil ver el virus cuando hemos sido testigos del sufrimiento
de nuestros enfermos. El cambio climático y esta pandemia nos ponen delante de
un espejo en el que los humanos no quedamos reflejados como seres tan
racionales: entender es secundario, la experiencia es clave.
80 años para un
consenso social
En
2013 los investigadores Szafran, Williams y Roth publicaron un
estudio en el que calculaban cuánto tiempo haría falta para que todo el
mundo pudiera vivir en sus propias carnes el fenómeno del calentamiento global.
Si necesitamos experimentar
tres veranos más calurosos que la media para convencernos, solo en EE UU y
teniendo en cuenta sus previsiones climáticas, ya podemos esperar al menos 86
años en tener un buen consenso social. 82 si necesitamos 3 años más lluviosos
que la media.
Igual que no podíamos esperar
a tener el virus en España para asustarnos, ya sabemos que no podemos esperar
80 años sin hacer nada, ya que implicaría vivir en 2100 con 5 grados de media
más, un escenario casi apocalíptico.
Pero
si digo 80 años pongo problemas encima de la mesa. No somos animales que lidien
bien con las distancias temporales y espaciales, y el cambio climático siempre lo hemos
sentido lejos y en el futuro. Aunque el planeta se esté calentando
rápidamente, no lo hace tan rápido como necesitamos para sentirlo
como una amenaza.
Ojalá
después de masticar un filete fuéramos testigos de una pequeña ola de calor,
una subida de 5 grados en casa. Esa distancia causa-efecto tan corta nos
permitiría experimentar el nexo entre ambos procesos y caminaríamos mucho más
rápido hacia una de las soluciones: hay que dejar de comer tantos filetes.
Somos malos
calculadores de riesgos
Antes
de que el cambio climático fuera ni siquiera algo
de lo que hablar, los expertos en economía Daniel Kahneman y Amos
Tversky hicieron varios experimentos para entender cómo lidiamos con el
riesgo y la toma de decisiones, y vieron que la percepción del riesgo de
los humanos es horrorosa.
Tenemos
grandes dificultades para juzgar la frecuencia y la magnitud de los
eventos, ya que nos fiamos más de lo último que ha sucedido, porque es lo que
mejor recordamos. A este proceso lo bautizaron como sesgo de
disponibilidad
De su mano también aprendimos
que tenemos una aversión a las pérdidas en el corto plazo e
indiferencia en el largo plazo. Si le añadimos cierto grado de incertidumbre,
el efecto se agrava. Tampoco es algo nuevo: el alcohol puede generar cirrosis
ya de mayor. El tabaco quizás cáncer de pulmón. Ese “puede” y ese “quizás”, esa
cirrosis y ese cáncer, se parecen mucho a la enfermedad que afecta a nuestro
planeta.
Por eso nos negamos a saciar
nuestras ganas de filete de hoy a cambio de un ahorro energético o económico en
el futuro. Por eso y porque se juntan con otros sesgos, como el sesgo
optimista: tendemos a pensar que corremos menos riesgos que otras
personas. Vamos a tener más suerte que los dinosaurios, extinguirse se extinguen
otros. Esto no es China. Nuestro sistema sanitario es mejor que el de Italia.
Ahora
que la epidemia ya está aquí hay mucha gente enfadada. Ahora. Las semanas
previas circulaban memes y chistes que se burlaban de lo que podría venir.
Pero,
¿habéis visto a alguien enfadarse muchísimo por culpa del cambio climático? No
digo enfadarse por que el cambio climático se esté produciendo y ya veamos sus
efectos, o por la inacción de otros. Me refiero a enfadarse visceralmente hasta
que te salta la vena del cuello y rompes a llorar contra el Señor Cambio Climático. Yo, nunca. Y eso es
porque no existe el Señor Cambio Climático. No lleva un uniforme, no mata a
niños, no sigue un patrón predecible.
Tememos lo que
podemos imaginar
El
enemigo, para nuestro cerebro, siempre ha sido una persona, animal o
microorganismo repugnante que actuaba de forma abrupta e inmoral sobre los
nuestros. Al salvaje Señor Cambio Climático sí le tendría miedo la viejecita de
la granja de Chernobyl, pero, ¿cómo tememos
algo abstracto, invisible, que actúa muy lentamente y que no es inmoral? Es
difícil, muy difícil.
Pero supongamos que lo
conseguimos. Que logramos poner a un grupo de personas delante de una casa en
llamas, la ven en llamas y la sienten en llamas. Tocaría entonces empezar a
apagar el fuego. Pues resulta que, aunque nos queme el fulgor de las llamas en
la cara y escuchemos el crepitar del fuego, nos giraremos y esperaremos a ver
qué hacen los demás.
Si
alguien coge un cubo de agua, nos pondremos manos a la obra. Si nadie se
mueve, nos quedaremos embobados mirando el incendio. Esta reacción tiene que
ver con la cooperación condicional y el efecto espectador. Si
somos los únicos que presenciamos un incidente, actuamos. Si lo sabe todo un
colectivo, esperamos al consenso social.
Incluso
cuando vemos y actuamos, ni siquiera hacemos todo lo que podemos. La mayoría
sufrimos el sesgo de acción única. Parece que realizar determinadas
acciones nos impide hacer otras igual de positivas y complementarias. Por
ejemplo, usar bombillas de bajo consumo, reciclar o usar bolsas de tela ya nos
hace sentir que hacemos algo significativo.
En
ocasiones es incluso peor, porque compensamos nuestras actitudes
sostenibles con otras que pueden incluso emitir más carbono. Como las personas
que queman las calorías de media caña de cerveza corriendo y ese día se toman
dos en vez de una, ¡que han salido a correr!
Límites a la
preocupación
Finalmente,
aunque hayamos vivido la casa en llamas, tenemos una capacidad muy limitada
para preocuparnos. Crisis financieras en distintos países muestran que la
preocupación por estos fenómenos hizo que el porcentaje de individuos
preocupados por el cambio
climático disminuyera.
Los
científicos le llaman el banco finito de preocupación. Una crisis, la
pérdida del empleo, la enfermedad de nuestros familiares... no podemos
preocuparnos por muchas cosas graves a la vez. De hecho, es complicado publicar
una columna como esta en días en los que hay una pandemia y las UCI están
llenas de gente luchando por sobrevivir.
En
condiciones normales la inacción climática nos
lleva a una culpa casi inevitable, y eso que no nos imaginamos la situación
completa. Dentro de la metafórica casa en llamas, la nevera no tendría apenas
comida. Del grifo solo saldría agua a determinadas horas. Se desplazaría por
corrimientos de tierras y se inundaría tres veces al año.
No
se podría dormir del calor y habría que elegir entre mosquiteras o malaria.
Y esa casa existe ya. Las fechas 2050 o 2100 son horizontes prácticos para
ayudarnos a imaginar escenarios más duros que están por venir.
Si empezamos a ver el fuego,
la inundación, la sequía y las olas de frío y calor
como cambio climático, este dejará de
ser abstracto para ser concreto, abrupto e impactante.
Vivible y sufrible. Este pequeño cambio de paradigma es un esfuerzo
comunicativo y todo apunta a que los resultados merecerían la pena. Pero,
además, podemos ver el cambio climático como un problema de salud
pública o de refugiados.
Entrenamiento y
leyes
Quizá
tengamos que crear redes para recordarnos unos a otros que debemos mantenerlo
presente, de la misma forma que salimos a aplaudir a las 8 de la tarde. A fin
de cuentas, hay que entrenar la anticipación sobre las buenas
conductas y evitar resignarte a reincidir en actitudes poco ecológicas.
También
podríamos intentarnos vacunar frente a sesgos de disponibilidad y hacer
campañas como las de Naciones Unidas en Davos, que enseñó mediante realidad
virtual cómo era la guerra de Siria a líderes mundiales. ¿Necesitamos
ver casas en llamas?, veamos casas en llamas. ¿Crisis de refugiados
climáticos? Veamos crisis de refugiados climáticos. Lo
importante es que el cerebro practique, que nos nutramos de experiencias,
aunque sean virtuales.
Acabemos
con el sesgo espectador con nuevas leyes a medida para la crisis
climática. Porque las leyes nos obligan a sincronizarnos en acciones que
racionalmente nos parecen positivas, pero no ocurrirán de forma espontánea. No
nos habríamos quedado encerrados en casa durante semanas sin un estado de
alarma.
El
soldado de Chernobyl, al no convencer a la anciana, dispara y
mata a su vaca para obligarla a hacerle caso. El problema es que no tenemos un
soldado en nuestra cabeza que dispare a nuestros sesgos; es más probable que
solo tengamos una pequeña activista que nos repita ese “How dare you?”
frunciendo el ceño cada vez que cogemos un chuletón forrado de plástico en el
supermercado. Pero la pobre ocupa un espacio muy pequeño de la mente de un
animal que no ve llamas por ninguna parte y al que bien le apetece un filete.
Fuente: Agencia Sinc
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